A veces tenemos tanto y aún así damos tan poco, caminamos tan ligeros que nuestras huellas no se notan si volteas.
Enfermos de ambición, coleccionamos todo en aparadores que al final del día sólo pretenden maquillar el vacío que fingimos no tener, pero que crece con cada aprobación no obtenida, con cada crítica absurda, con cada exigencia irracional, con cada demanda amenazante que nos doblega, como un pie que nos pisa, que nos quita identidad con cada nueva tendencia, que en lugar de aliarnos nos confronta, que en lugar de inspirarnos nos consume en envidia.
Enmarcamos valores ajenos que ni siquiera entendemos, semillas que nunca regamos y que no crecerán ni se convertirán en hechos, pero que inflan nuestro insípido orgullo y nos elevan del suelo; como si desde arriba, desde ese limbo nitangible, se dirigiera el universo. Sin darnos cuenta que siendo globos, no nos dirigimos ni a nosotros mismos, que somos presos de un volátil viento y que nos empuja y nos detiene a placer, que nos dispersa y consume hasta hacernos desaparecer. Sin más raíz que un hilo que al aire no tiene más razón de ser, sin más rastro que el de nuestra sombra que se borrará con el atardecer.
Pesamos tan poco en humildad, que las huellas que dejamos en la arena, las borra la siguiente ola que arroja el mar, o peor aún, las borra nuestra propia codicia, no podremos nunca mover una piedra del camino si la fuerza que tenemos es la de un celofán, ni ver brotar la flor que nunca sembramos; porque a solidez de nuestras huellas radica en nuestros actos.
Porque aunque a veces tenemos tanto, compartimos tan poco; porque hasta los árboles saben, que compartir sus frutos les permite trascender.
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